Mi encuentro con un asesino
miércoles, 1 de julio de 2015
Reconozco el
olor a podredumbre desde que tenía pocos años.
Murmura la gente
que es posible echar al olvido una imagen, una caricia o hasta un resabio, pero
que no pasa lo mismo con los olores, esos siempre se recuerdan; y yo me
encontraba frente al peor de todos… el de los muertos.
La noche moría y
el Transmilenio apenas si traía gente. Me senté en la parte delantera del bus,
en el asiento contiguo a la ventana. Tras avanzar varias estaciones y dilucidar
una que otra cosa rara en los andenes, agarré mi maleta y saqué el libro que me
acompaña desde el día de mi cumpleaños. Entre líneas busqué la parte en la que
me había quedado y me dispuse a continuar mi lectura. Pero… a qué huele, me
cuestioné; algo está picho, deben ser las calles, concluí; ignoré el suceso y
volví la cabeza al libro.
Pasaron
alrededor de cinco minutos cuando apareció nuevamente aquel aroma. ¡No puede
ser! qué inmundo huele… huele a muerto, pensé en mis adentros. Busqué
sutilmente pero alarmado debajo del asiento. No, no hay nada; quizá atrás… no,
tampoco. Rescaté la premisa de un olor venidero del exterior, así que
nuevamente pasé por alto el hedor que hasta ese momento sólo a mí perturbaba.
Por un instante
me vi envuelto por el relato del escritor, quien hablaba de un mafioso que se
encontraba en una cárcel de máxima seguridad en EEUU. Lo encarcelaron por no
responder las preguntas de la alta corte de justicia de ese país, sobre el
paradero de su padre.
-¡Qué horrible
huele!- sentencié esta vez en voz alta.
-Viene de
afuera- refutó algo molesto el señor de pelo blanco que estaba a mi lado.
Nuestras miradas
se encontraron. Sentí cómo el miedo erizaba los bellos de mi piel. Sentí como
si mi sangre se derramara, tal como se derrama el agua de un jarrón roto. Era
alto y de piel blanca como las nubes, su cuerpo aunque viejo, conservaba el
vigor de un hombre de cuarenta años.
Aterrado por su
mirada criminal, me refugié en el libro que sostenían mis temblorosas manos.
Por algún motivo aquel tipo había logrado perturbarme, lo que despertó en mí la
sospecha de que algo extraño sucedería.
Guardé
rápidamente el libro dentro de mi maleta, le sugerí con mi cuerpo mi salida y
el maldito viejo no quiso quitarse.
-Voy a pasar, le
dije esquivando mi mirada de sus ojos de cuervo.
-No puedo
dejarlo huir, susurró mientras obstruía mi salida con su mano.
-Es mejor que lo
haga, ahora veo de lo que es capaz y tenga la seguridad que no será tan fácil.
-Lo será,
siempre lo es, sentenció con voz y mirada firme.
Cuando las puertas
se abrieron, vi la posibilidad de escapar y con mucha fuerza empujé al viejo.
El miedo fue tal, que mis fuerzas se triplicaron… el anciano se golpeó la
cabeza y quedó inconsciente.
El miedo se
convirtió en preocupación, el deseo de lincharme brotaba de los ojos
estupefactos de los pocos testigos de aquel acto. Me quedé sin palabras. Igual
de inconsciente que el viejo permaneció mi lengua. Pero por un reflejo
instintivo –quizá de supervivencia- caí en cuenta nuevamente de aquel olor,
ahora más fuerte, más vivo.
Abrí la maleta
negra del viejo que había rodado como un balón por el vagón del Transmilenio.
¡Eureka! Pensé, sin embargo reaccioné y me di cuenta de lo grave de la
situación.
Solté la maleta
aterrado… era olor a muerto, el de la cabeza de una mujer en la maleta del
viejo.
Diego Álvarez
Twitter: @die047
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